Zelmira
Bottini de Rey *
Diario La Nación.
Domingo 29 de febrero de 2004 Política Opinión
(*La autora es
pediatra e investigadora del Instituto de Bioética de la UCA)
¿Un hecho más de
la vida?
El aborto procurado
siempre es un fracaso: para la mujer, es la resultante de circunstancias
indeseadas que la sobrepasan; para la sociedad, es una consecuencia de su falta
de compromiso y solidaridad; para el Estado, es una muestra de su ineficiencia e
insensibilidad frente al desprotegido.
Hoy se pretende
despenalizar el aborto poniendo el acento en supuestos derechos de la madre,
pero callando lo que significa aceptar que se elimine a un ser humano que no
tuvo la suerte de ser engendrado en otras circunstancias o que padece alguna
enfermedad.
Podría llegar a aceptarse que la mujer
tiene derecho a disponer de su cuerpo, lo que no significa aceptar que disponga
de la vida o muerte de su hijo.
Se hace hincapié en las circunstancias
adversas que pueden llevar a la madre a decidir el aborto de su hijo, pero, ¿no
sería más razonable actuar sobre las mismas, antes que proponer la
despenalización de un delito? ¿Se cree, acaso, que la pobreza o la enfermedad se
combaten eliminando a los pobres y a los enfermos?
Obligaciones
Quienes promueven este tipo de leyes
apelando a la defensa de los derechos de la mujer, ¿no advierten que, en
realidad, están propiciando que la sociedad toda se desentienda de su obligación
ante los problemas de fondo de la embarazada (ignorancia, pobreza, violencia,
soledad) y de su hijo? ¿Tienen en cuenta la trampa que significa para la mujer
hacerle creer que un aborto es un hecho más en su vida?
Las situaciones, siempre dolorosas, que
llevan a la mujer a abortar, requieren de la acción concreta del Estado y del
compromiso de la sociedad para subsanarlas.
Pero sin olvidar que la adversidad es parte
de la vida; que en la genealogía de todos figura, con seguridad, alguna mujer
que le hizo frente; que el valor, el altruismo y el amor son virtudes humanas a
partir de las cuales se puede construir, aún en las peores circunstancias.
Hacerse cargo de los
débiles
La solución
al problema de la pobreza, de la morbimortalidad materna, de la violencia, de
las adolescentes embarazadas no pasa por despenalizar el aborto, ya que no es
razonable dejar de considerar delito la muerte intencional de un inocente. Pasa,
más bien, por que el Estado se haga cargo de los débiles, los necesitados, de
controlar la violencia y el hambre y, por otro lado, por la educación.
Es preciso desarrollar programas educativos que promocionen la salud integral. Estos programas no pueden tener como objetivo intentar eliminar las consecuencias de conductas de riesgo, sino que deben buscar potenciar el desarrollo integral de las personas, lo que significa desarrollo pleno: físico, psicoafectivo, espiritual y social.
Es preciso desarrollar programas educativos que promocionen la salud integral. Estos programas no pueden tener como objetivo intentar eliminar las consecuencias de conductas de riesgo, sino que deben buscar potenciar el desarrollo integral de las personas, lo que significa desarrollo pleno: físico, psicoafectivo, espiritual y social.
Existen programas concretos, sencillos,
dirigidos a mujeres en edad reproductiva, con beneficios probados, que sería
interesante fomentar. Hoy, que con tanto énfasis se proclaman los derechos
humanos más variados, resulta sorprendente que no se considere con mayor
seriedad el que hace posible todos los demás: el derecho a la vida.
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Nota Editorial.
Diario La Nación. Domingo 17 de setiembre de 2006
El primer derecho humano
Desde hace
algún tiempo se discute en nuestro país, en diferentes foros, si la práctica del
aborto debe ser socialmente tolerada o aceptada, o si debe seguir estando
penalizada por la ley. El debate es abordado desde perspectivas diferentes: en
apoyo de una u otra postura, se invocan argumentos de orden filosófico o moral,
se reivindican principios de carácter religioso, se analizan factores vinculados
con la preservación de la higiene social o de la salud pública, se reclama el
derecho de las mujeres a la libre disposición de su cuerpo, se examinan y se
proyectan en el tiempo las actuales tendencias demográficas, y se difunden
estadísticas demostrativas de que la propensión a interrumpir embarazos no
deseados está considerablemente arraigada en nuestra sociedad.
Por encima de todas las consideraciones
sectoriales o parciales que se suelen formular, existe un argumento primordial y
superior que de ninguna manera puede ser obviado y es el que convoca a
privilegiar, en todos los casos, el valor supremo y fundante de la vida humana.
¿Cómo encontrar una razón más convincente que aquella que invoca la necesidad de
defender la vida?
El derecho a la vida se impone, en efecto,
como el primero y el más esencial de los derechos humanos. Si a una persona ya
conformada genéticamente se le niega ese derecho sustancial, se la está
condenando a la más oscura y total de las muertes: la que no dejará rastro
alguno en el tiempo ni en el espacio.
El aborto implica la destrucción absoluta
de una vida humana actual y de su proyección hacia el futuro. Esta verdad
terrible y desnuda es más que suficiente para que pierdan validez, en el
estricto plano de los principios éticos, todas las posturas de signo contrario.
En la tradición del pensamiento humanista
que preside desde hace siglos el desarrollo de los pueblos civilizados no hay
nada más digno de ser defendido que el derecho de vivir. Toda nuestra cultura
clásica, toda nuestra evolución histórica, marcharon con firmeza en esa
dirección. El principal legado del humanismo contemporáneo es, en efecto, el que
conduce al reconocimiento de la suprema dignidad de la persona humana. Desde el
siglo XVIII en adelante, todas las declaraciones universales de derechos
situaron al hombre, al ser humano, en el centro del sistema general de valores
que preside la marcha de las civilizaciones.
Por supuesto, el reconocimiento del derecho
a la vida como un principio universal e inalienable no implica desconocer las
otras complejidades sustanciales que asoman detrás del drama doloroso del
aborto. Por lo pronto, no se puede ignorar, a esta altura de la evolución del
pensamiento, que el derecho de todo ser humano a participar de la vida, tal como
lo concebimos y lo definimos hoy, está íntimamente asociado a otro derecho no
menos esencial: el de aquella persona en cuyo cuerpo está llamada a instalarse o
a germinar la vida de toda persona futura. Esa asociación prácticamente
indisoluble entre dos derechos generalmente unidos y en ocasiones contrapuestos,
como son el de la madre y el del hijo en gestación, ligados por un vínculo
natural en el que reposan las claves últimas del misterio de la vida, obliga a
examinar el problema en su más honda complejidad existencial.
Nadie podría ignorar, por ejemplo, que en
determinadas situaciones extremas la interrelación de esas dos vidas puede
llegar a conducir a una trágica contradicción de intereses vitales. Cuando eso
ocurre, la pérdida de una vida puede llegar a ser el precio necesario para la
preservación de la otra vida. Y ahí no es admisible una escala valorativa o
discriminatoria: todas las vidas tienen la misma dignidad. Pero fuera de esos
casos extremos, mantiene su vigencia el principio moral antes señalado que
obliga a respetar la vida en toda circunstancia, con rigor y determinación.
No hay duda tampoco de que ese principio
rector que consagra el valor supremo de la vida humana debe estar necesariamente
reflejado en la estructura de valores que el orden jurídico de una nación
expresa y presupone. No debe olvidarse que el derecho positivo, hijo directo o
indirecto del derecho natural, cumple una función de ejemplaridad moral al
establecer y enunciar cuáles son los valores éticos y humanos que merecen gozar
de una plena tutela jurídica.
En cumplimiento de esa misión testimonial y
ejemplarizadora que las leyes están obligadas a cumplir, muchos países
incluyeron tradicionalmente en sus ordenamientos legales, de manera expresa, el
principio que garantiza la protección de la vida humana desde el momento mismo
de la concepción.
En el caso argentino, esa actitud es
coincidente, por lo demás, con el criterio de valoración que aparece consagrado
en los principales tratados y convenciones internacionales suscriptos y
refrendados por el país. Es importante recordar que, desde la reforma
constitucional de 1994, las cláusulas de esos acuerdos internacionales tienen,
en la Argentina, rango constitucional.
Cuando se reclama que la práctica del
aborto sea despenalizada, no se toma en cuenta la gravedad del mensaje moral y
cultural que la sociedad estaría emitiendo si adoptara esa decisión: la Nación
estaría declarando institucionalmente que determinadas vidas humanas no merecen
gozar de la debida protección jurídica.
Y estaríamos reconociendo, como sociedad,
que frente a la destrucción violenta de una persona genéticamente conformada, la
estructura del Estado nacional no tiene ningún reproche que formular, ninguna
objeción que oponer. Adoptar una decisión legislativa de ese tipo significaría
asestarle un golpe tal vez mortal al sistema de valores que la Nación ha
defendido tradicionalmente desde las trincheras del orden jurídico y del derecho
positivo.
Nadie está negando la necesidad de que las
estrategias sociales tendientes a velar por la seguridad pública y por la salud
de las mujeres argentinas responda cada vez más a criterios modernos, realistas
y efectivos. Pero no es posible renunciar con ligereza a una concepción jurídica
que apunta a la protección del más fundamental de los derechos humanos: el que
garantiza y protege la vida.
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