Costa Amalfitana, una región de azules intensos
Diario de viaje
Escenarios de película en un recorrido por el sur de Italia. La bulliciosa plaza del Duomo en Amalfi, una caminata por la isla de Capri, la mágica Gruta Azul y las tentadoras artesanías de Positano. Un viaje en el que hay mucho para ver, para fotografiar, para recordar.
Si fuera una película italiana, resultaría poco creíble por el abuso de clichés. Pero se trata de la vida real en la plaza central de Capri: oleadas de turistas superponen sus bastones en lo alto para sacarse selfies con el mar Tirreno de fondo, varias familias meriendan pizzas margheritas y cervezas a ritmo de termita (en su defensa, hay que decir que la masa es bien finita) y parejas sonrientes llevan bolsas con joyas y ropa de marcas internacionales que compraron minutos antes (si las mujeres caminan sobre tacos de quince centímetros y los hombres combinan el saco con los zapatos no hay margen para la duda: son italianos). La escena completa transcurre en la Piazzetta –así le dicen a la Piazza Umberto I– de Capri, la isla más famosa del sur de Italia.
El sol no tarda en abandonar la tarde calurosa, en el aire hay euforia de viernes –aunque nadie recuerda qué día es– y decido plasmar estos minutos –como si fuera posible materializar la felicidad– escribiendo en un bar. Para no opacar la experiencia, me niego a hacer la conversión mental de euros a pesos y, en lugar de café “con un poco de agua caliente” (lo pido siempre de esa manera, para estirar el dedal de cafeína que sirven los mozos), me tomo el lemoncello más caro del mundo en una copa divina.
Cuando pensé que lo había visto todo, aparecen unas sesenta personas vestidas de gala. A los gritos, un fotógrafo va ordenando a la multitud (los chicos y los ancianos tienen prioridad) sobre las escalinatas de la iglesia de Santo Stefano. Blanca y radiante, llega la novia con velo, ramo y aplausos. Su inminente esposo la abraza y ¡click! El recuerdo es muy arbitrario tal vez, pero asocio este momento con la foto que se toma al comienzo de la película “El Padrino”, cuando don Vito Corleone preside la boda de su hija. En el caso de la fiesta de casamiento de Capri, se celebra a la vista de los transeúntes, en un restaurante que tiene las mesas sobre una de las calles más comerciales.
Pese a lo descripto hasta ahora, la isla no es caótica y desopilante en todas partes. Para comprobarlo, alcanza con alejarse apenas de la Torre del Reloj, del convocante mirador Cannone, de la iglesia Santa Ana y de la terraza del funicular. Entonces, empieza a desplegarse un silencioso laberinto de casas bajas con vista al mar.
En este punto hay que aclarar que el funicular (sale cada quice minutos y sube a la Piazzetta en menos de diez) es una de las cuatro opciones para llegar a la ciudad desde la Marina Grande, es decir, desde el puerto de acceso a la isla. Los taxis y los pequeños buses anaranjados (van al milímetro sorteando curvas, junto a las paredes de roca) proponen otra forma de llegar al corazón caprese, además de la alternativa de caminar cuesta arriba.
“La limpieza y el silencio son índices de civilización. Respetémoslos”. De cerámica, el cartel se lee en una pared antigua de una calle que conduce al Arco Naturale. Además de la belleza del enorme peñasco de piedra caliza que se eleva en el mar, el camino es una valiosa oportunidad para conocer barrios tranquilos, plazas sin turistas y sorpresas como las casas donde vivieron el escritor ruso Maksim Gorki y Vladimir Lenin hacia 1910, y la que albergó a la genial Marguerite Yourcenar en 1938.
El mensaje sobre la limpieza y el silencio se lee en varias ocasiones, junto a otros que letreros que previenen: “Cuidado con el perro. Y con el dueño” o los que desean que “la Virgen te acompañe”.
Si bien Capri es una isla de sólo 10 km2, es una de las mayores virtudes de la Costa Amalfitana. Sin temor a caer en exageraciones, es la excursión panorámica de Italia por excelencia y, al mismo tiempo, una de las más bellas del mundo.
Al sur de Nápoles y Pompeya, podría decirse que el recorrido abarca la península sorrentina, el brazo meridional de la bahía de Nápoles y el golfo de Salerno, incluyendo las islas de Capri, Ischia y Procida. Pero esta ruta sinuosa –que sortea acantilados, caseríos y viñedos que cuelgan sobre el mar desde rocas– alude a su ciudad principal, Amalfi, y a las carreteras de cornisa. Por eso se llama Costa Amalfitana.
El papel de Amalfi
Laberintos de calles angostas. Viñedos, limoneros y olivares en cada centímetro cuadrado de superficie. Ropa recién lavada secándose al sol en las ventanas y hasta en tendederos colgados en el frente de las casas, ¡en la vereda! (una costumbre que resultaría impracticable en ciertos países, ¿verdad?). Imágenes de santos y vírgenes –algunos se iluminan por la noche– en las fachadas de muchas viviendas. Scooters de marca Vespa y autos Smart, porque el espacio vale oro. El mar azul, siempre.
Así es la Costa Amalfitana, la seguidilla de ciudades y de islas que puede comenzar a recorrerse en tren y en bus desde Sorrento. Dependerá del tiempo y del presupuesto personales, pero los visitantes de tierras lejanas suelen elegir a Sorrento –más grande y menos espectacular que las ciudades de la costa meridional pero más económica– y/o Amalfi para hacer base. Entonces, desde allí, visitan Ravello, Positano y la isla de Capri. Sin embargo, es altamente recomendable dormir –como mínimo, un par de noches– en Capri, por sólo nombrar un destino emblemático de la región de Campania.
Apretada entre el mar y las montañas, Amalfi es la ciudad más extensa e histórica. Entre los siglos IX y XII vivió el apogeo de su poderío mercantil, por lo que la arquitectura todavía evoca a aquellos tiempos, con el Duomo (catedral) que impacta al traspasar el antiguo arco llamado Porta della Marina.
Antes del ascenso de Pisa, Génova y Venecia como superpotencias marítimas medievales de Italia, los mercaderes de Amalfi habían establecido puestos comerciales de avanzada y comunidades amalfitanas en Africa, Bizancio y Asia Menor. Según las palabras del autor de “El Decamerón”, Boccaccio, la ciudad estaba “llena de jardines, fuentes y hombres ricos”. Pero atrás quedaron los años en los que Amalfi rivalizaba por el control del Mediterráneo. El paso del tiempo fue despiadado con la ex república independiente y trajo consigo el control normando, el saqueo pisano, el maremoto de 1343 y la Peste Negra.
En la actualidad, el pulso de Amalfi lo marca la plaza del Duomo, bulliciosa, desordenada, con más bares que espacio donde uno es esquivado por mozos y motociclistas. La catedral del siglo IX es el orgullo de la ciudad con un campanario románico del siglo XIII, mientras que la fachada llamativa y su escalinata fueron reconstruidas en 1891. En cambio, las puertas de bronce son originales de 1066. En el interior se destaca una cruz de madreperla traída por los Cruzados que retornaban de Tierra Santa y un par de púlpitos. Con motivos árabes y antiguos sarcófagos romanos, el Claustro del Paraíso data de 1266 como cementerio para la gente adinerada; la Capilla del Crucifijo tiene frescos del siglo XIV y tesoros eclesiásticos; y la cripta resguarda las supuestas reliquias de San Andrés con propiedades consideradas milagrosas.
En este tipo de ciudades, lo mejor es perderse e ir descubriendo calles y tiendas. Pero aquí vale la pena tomar la Via Genova para llegar al Museo della Carta. Lo más interesante de la visita será recorrer la vieja fábrica donde se elaboraba el tradicional papel de Amalfi, ya que pocos saben que éste fue uno de los primeros lugares de Europa que producía papel en el sentido moderno del término. Se llamaba bambagina, derivado de la ciudad árabe en la que se perfeccionó la técnica que usaba algodón, lino y cáñamo. Y hoy se vende en negocios exclusivos.
Al dejar atrás el museo, aparece un sendero estrecho que culmina en el Valle dei Mulini, nombre que hace referencia a las fábricas de harina y papel de la zona, que aprovechan la energía del río Canneto.
Cerca de Amalfi, Ravello ha convertido en hoteles los vestigios de su breve apogeo en el siglo XIII, cuando las familias amalfitanas más ricas contruyeron allí palacios y mansiones. No es fácil manejar en estas costas italianas y mucho menos por la empinada ladera de Ravello. Una vez más, serán las iglesias antiquísimas y las vistas panorámicas lo mejor del paseo, aunque aquí también se destacan los jardines que inspiraron a notables escritores y músicos. Es por ello que se ofrecen excursiones a pie, con distintos grados de dificultad, en las que no faltan escaleras, terrazas, patios y monasterios.
Navegando rumbo a Positano
Se puede ir zigzagueando en bus desde Amalfi hasta Positano, pero lo mejor es recorrer este tramo de la Costa Amalfitana en barco. Desde las aguas azules del Tirreno, es conmovedora la perspectiva de las montañas, los huecos que los siglos fueron tallando en la piedra, los viñedos escalonados, las cúpulas de los templos, los túneles para vehículos en la roca y los caseríos solitarios entre ambas ciudades.
A medida que la embarcación se acerca a Positano, las construcciones –pintadas de colores– se multiplican hacia la cima y las playas oscuras compiten en cantidad de sombrillas y lanchas. Como había leído sobre el suelo pedregoso de la región de Campania antes de viajar, llevé mis zapatillas de agua. Gracias a ello, conservo un grato recuerdo de mi baño de bautismo en estas latitudes.
En pocas horas, Positano puede terminar con los ahorros de cualquier mortal: además de comprar helados, aperitivos y limonadas en todo momento, lo que no se gaste disfrutando una comida en los restaurantes y bares que tientan a cada paso, se pagará de todas formas en piezas de cerámica pintadas a mano, prendas de lino, artesanías, sombreros, acuarelas, jabones de limón y souvenires de toda clase.
Ante semejante impulso consumista inesperado, compenso entrando al Museo de la Cripta y del Campanario de la iglesia de Santa María Assunta, cuyos trabajos de restauración llevaron a descubrir los restos de una villa romana.
Capri, en clave de azul
Después de dormir y desayunar en Capri, observo con preocupación la cantidad de turistas que avanzan por el muelle de la Marina Grande después de desembarcar con la meta de conocer la famosa Gruta Azul (Grotta Azzurra en italiano) y recorrer la isla a las apuradas, detrás de un guía al que reconocen por el color del paraguas.
Es bueno tener más tiempo: elijo navegar toda la mañana y recorrer las grutas Blanca (con estalactitas y estalagmitas) y Verde (por el color del agua), antes de cruzar entre los imponentes Faraglioni (Farallones), las tres rocas que emergen de las profundidades marinas y son el gran ícono de la isla. La más alta mide 111 metros, nada menos.
Todo funciona como un preludio de la visita a la Gruta Azul, que no se compara con nada visto antes ni después. Por eso, hay que rogar que las mareas permitan ingresar a la cueva, ya que la entrada mide un metro y los botes a remo esperan el turno para entrar. La rutina de los barqueros consiste en calmar a los visitantes ansiosos (entran cuatro por nave), tirar de una cadena fijada a la pared de la cueva y arrastrar el bote hacia adentro después de gritar: “¡Todos acostados hasta que yo les avise!”. La maniobra vertiginosa termina en un abrir y cerrar de ojos, con el mar teñido de azul fosforescente y la mente tratando de reconciliarse con las emociones desmesuradas, para escuchar la explicación del efecto óptico que produce el sol al penetrar la piedra.
Nada importa. Uno no sabe si sacar fotos con el pulso tembloroso, si filmar las aguas con botes cargados de siluetas oscuras que cantan en un italiano dudoso o si, simplemente, entregarse a la magia y recordarla para siempre. Hago todo eso junto, como puedo.
El mediodía me encuentra de regreso en la Marina Grande. Desde allí, se puede llegar a dos importantes monumentos de la época romana. ElPalazzo a Mare era una mansión de dimensiones y comodidades sorprendentes, atribuida al emperador Augusto. A su vez, un establecimiento termal se unía a la villa, desde Punta Bovaro hasta la playa conocida como los Baños de Tiberio.
De hecho, de las doce villas imperiales que hubo en Capri, Villa Jovis es la más grande de las que se pueden visitar pero también fue la elegida por Tiberio para dirigir el destino de su imperio del 27 al 37 dC. Lejos del centro habitado y al borde de un acantilado, queda muy poco de la fastuosidad original, como los restos de las cisternas.
Mirá también: "7 imperdibles rutas junto al mar".
Inspirados en el emperador Tiberio, que llevaba unas sandalias de suela rígida y unas tiras de piel envolviendo sus tobillos, los artesanos isleños venden un calzado similar, realizado a medida y gusto de los clientes. Compiten en paciencia y creatividad con quienes trabajan el hierro forjado y en los talleres de tejeduría, además de los talentosos ceramistas.
Si bien la idea original era nadar durante la tarde en la playa angosta de la Marina Piccola –su nombre no promete otra cosa–, cercana a los Farallones, prefiero contemplarlos saboreando una limonada desde losJardines de Augusto. El paseo arbolado y florido frente al mar tiene carácter de imperdible, en mayúsculas. Una nueva pareja de novios elige esta locación de novela para hacer una sesión de fotos antes de casarse. ¿Casualidad?
Capri es ideal para caminar, pero la manera más rápida y segura de llegar a su vecina Anacapri –más arriba aún– es en bus o en taxi porque el camino es circular y estrecho, siempre en ascenso. Antes de 1877, cuando se construyó la ruta, Anacapri estaba aislada. Será por tantos años de soledad, lo cierto es que su bello centro histórico hoy es un entramado silencioso, con iglesias antiguas, tiendas y bares agradables. Aquí hay dos visitas impostergables: la Escalera Fenicia y la insólita Villa San Michele, construida por el doctor Axel Munthe en una de las casas de Tiberio, quien coleccionó reliquias artísticas entre jardines que miran al océano.
Sinónimo de glamour en los años ‘60, Capri ha convocado a intelectuales primero, y a ricos y famosos del jet set internacional después, que anclaron sus yates cerca de los Farallones para zambullirse en las aguas transparentes.
Al final del viaje, me quedo con la frase del escritor John Steinbeck cuando describió a Positano como un lugar de ensueño que “se hace real en la nostalgia cuando te has ido”. Lo hago extensivo a toda la Costa Amalfitana.
LA BUENA MESA
Lemoncello a toda horaEn la región de Campania, y más específicamente en la Costa Amalfitana, hay limoneros en los jardines, en las terrazas, en las macetas. Los limones se encuentran apilados en las tiendas, se venden perfumes y jabones con su fragancia, y los bares y los puestos callejeros ofrecen limonada (hielo, jugo de limón y azúcar) y helados del cítrico amarillo. Como algunas de las terrazas escalonadas con limoneros datan del siglo X, la Unesco las reconoció como Patrimonio de la Humanidad. Por supuesto, la bebida alcohólica más tradicional de la zona es el lemoncello o limoncello, un sabroso y dulce licor con una graduación alcohólica que ronda los 28 grados. Pero como en el resto de Italia, también se acostumbra a tomar aperitivos, como el Campari con naranja o el Spritz, a base de Aperol. A la hora de comer, en ciudades como Amalfi, Positano y Capri, por nombrar algunas, también se come mucho y bien, con un mínimo de tres platos. Durante los primeros días resulta una exageración cenar un plato abundante de pastas –por ejemplo, spaghetti alla carbonara, que lleva huevos y panceta–, una pizza, sopa o la típica ensalada caprese –con tomates, queso, aceite, sal y albahaca–, antes de llegar al menú principal. Pero con el correr de los días, uno se acostumbra y pide con total naturalidad unos rigatoni con salsa de pulpo antes del filet de ternera o del pescado con papas y calabazas. Como postre, la sfogliatella napolitana (un pastel de hojaldre) es ideal para acompañar con un café espreso, fuerte y corto. Y sin ninguna culpa, a los pocos minutos, se puede degustar un helado bien cremoso.
MINIGUIA
Cómo llegarPasaje por Alitalia a Roma, desde $ 22.300. Traslado a Nápoles y paquete de 5 noches en Amalfi, Sorrento y Capri, desde 1.000 euros.
Excursiones y paseosFerry de Amalfi a Positano o de Amalfi a Salerno, 8 euros. De Amalfi a Capri: 20,8 euros (www.travelmar.it).
Navegación por grutas Blanca, Verde, Farallones y Azul sin entrar, 17 euros. Bote a remo a la Gruta Azul, 9 euros; ingreso, 4 euros.
Funicular de Marina Grande a Capri, 1,80 euro.
Entrada a los Jardines de Augusto, 1 euro.
Excursiones y paseosFerry de Amalfi a Positano o de Amalfi a Salerno, 8 euros. De Amalfi a Capri: 20,8 euros (www.travelmar.it).
Navegación por grutas Blanca, Verde, Farallones y Azul sin entrar, 17 euros. Bote a remo a la Gruta Azul, 9 euros; ingreso, 4 euros.
Funicular de Marina Grande a Capri, 1,80 euro.
Entrada a los Jardines de Augusto, 1 euro.
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