EL SENTIDO DE
LA LIBERTAD
Reflexionar
sobre la libertad es siempre bueno. Sobre todo porque es uno de los dones más
grandes que tiene la persona. Pero también es importante aclarar conceptos
porque de la libertad se habla en varios sentidos y no sólo en el lenguaje
filosófico, sino también en la calle; y esto produce, no pocas veces, ambigüedad
y confusión sobre cuál es el verdadero sentido de la libertad humana. Este
artículo aporta luz sobre el valor y el sentido de la libertad. Fue escrito por
un filósofo apasionado por la verdad y la libertad, que falleció en un accidente
de montaña, en el Pirineo, el día 26 de diciembre de 1996.
por
Ricardo Yepes
Stork, profesor de Filosofía
Pocas
palabras tienen hoy tanto prestigio como libertad. Los europeos, desde hace más
de doscientos años, han hecho de ella uno de los valores más importantes de la
vida humana. La historia de este empeño es rica e instructiva, y nos pone ante
el valor intrínseco que la libertad realmente tiene, que es grande y
decisivo.
Tras una
experiencia de varios siglos, junto a importantísimos avances en el logro de una
libertad real para todos, se han hecho también evidentes algunas consecuencias
negativas del uso de la libertad característico de la sociedad moderna.
Precisamente por eso, hoy en día comienza a imponerse un clima de opinión que
toma la libertad de una manera más profunda y verdadera de lo que muchas veces
se ha hecho en el pasado. Por ejemplo, en el mundo moderno con cierta frecuencia
se ha sólido identificar la libertad con la mera ausencia de impedimentos
exteriores, lo cual, en el fondo, es reducir su verdadero alcance y
empobrecerla. Es éste un concepto de libertad insuficiente y reduccionista. Para
alcanzar una visión más completa de la verdadera naturaleza de la libertad, es
preciso entender primero ese reduccionismo tan frecuente.
Una noción
insuficiente de la libertad
Hoy en día
se enseña poco a querer. Quizá por eso hay cierta crisis en los proyectos
vitales, y abunda una felicidad bastante gris, ceñida al cómodo bienestar del
fin de semana, a las vacaciones, a la siempre provisional ausencia de dolores y
molestias. La causa de la pequeñez de los deseos suele deberse, entre otras
cosas, a dos factores: la importancia excesiva que se da a lo que uno tiene, y
no a lo que uno es, y el equivocado concepto de libertad al que antes nos
referíamos.
La
libertad, en efecto, se identifica muchas veces con poder hacer todo lo que uno
quiera, siempre que no se perjudique a los demás. Este modo de entender qué
significa ser libre concede primacía a la toma de decisiones en presente,
promueve elegir lo que yo quiera cuando yo quiera, y sólo toma la precaución de
no perjudicar a los demás para evitar ser molestado o interrumpido en aquello
que quiero hacer. Se parte del supuesto de que lo que elijo es bueno por el mero
hecho de que lo elijo libremente; los demás deben limitarse a respetar mis
decisiones, no porque sean buenas o malas, sino porque son las mías, y no las
suyas. Entonces respetar la libertad ajena consiste en no inmiscuirse en las
decisiones de los otros, aunque sean demenciales o erróneas.
Cuando se
entiende así la libertad, se postula que cada uno debe poder hacer lo que
quiera, sin que los demás se lo impidan. Todas las relaciones entre los hombres
serían entonces fruto de sus decisiones libres, y del mismo modo en que se
establecen vínculos y relaciones voluntarias entre ellos, del mismo modo esos
vínculos y relaciones se disuelven cuando la libre voluntad de las partes así lo
establece. No habría entonces ninguna relación ni vínculo entre personas humanas
que tuviera carácter irrevocable: todo puede y debe ser cambiado cuando la libre
decisión de los afectados así lo decida. No hay nada sustraído al omnímodo poder
humano de decisión.
Esta
mentalidad entiende que libertad y compromiso se oponen en la medida en que no
me comprometo ni me obligo, mi libertad queda a salvo, pues no estoy atado, ni
dependo de otros; puedo seguir decidiendo lo que quiera. Cuanto menos incluyo mi
futuro en mis decisiones presentes, más libre estoy en el futuro para hacer lo
que en ese momento me apetezca, menos condicionado me encuentro. Según este modo
de pensar, libertad significa independencia, emancipación, no estar sujeto ni
atado a nada ni a nadie.
Y así,
nadie estaría obligado a mantener un vínculo proveniente del pasado si en el
presente no desea mantenerlo. Libertad significa entonces ausencia de vínculos
permanentes y estables: debo poder hacer lo que quiera siempre y en todo
momento, sin que yo quede obligado por mis propias promesas o decisiones
anteriores puesto que puedo cambiar de opinión, de gustos, de circunstancias y
de situación, y en tales casos mi libertad debe poder seguir ejerciéndose. Por
eso no puedo ni quiero atarme: dejaría de ser libre.
La libertad
como desarrollo de la persona
Este modo
de concebir la libertad tiene muchas dificultades intrínsecas. La más evidente
es que se trata de una libertad que no se hace cargo de una realidad sencilla:
vivir no es sólo presente, sino también pasado y futuro
En efecto,
del pasado recibo una herencia, una situación, una educación, unas
circunstancias determinadas que me condicionan para cualquier decisión que
quiera tomar. Decir que cabe una libertad completa e independiente de todo es
sencillamente una fantasía, y denota falta de realismo, puesto que ninguno puede
prescindir de las condiciones en las que vivimos ahora mismo, y ellas son, por
así decir, el campo de juego dentro del cual nuestra libertad puede ejercerse.
Si yo soy italiano y mido un metro setenta, esas circunstancias condicionan mi
libertad, me guste o no. Por eso ni mi libertad ni la de nadie es absoluta: yo
no puedo decidir siempre todo lo que quiera, sencillamente porque muchas cosas
son imposibles para mí, por ejemplo haber nacido hace cuatrocientos
años.
La libertad
del hombre no es por tanto ilimitada. Su primer límite es la propia situación en
la que uno vive y está: es contando con ella y a partir de ella como puedo
ejercerla. Una libertad que no dependiera de nada ni de nadie, una libertad
total, sencillamente sería inhumana, irreal e imposible. En la medida en que
vivo en una situación histórica, real y concreta, en una familia, ciudad y época
determinadas, en esa misma medida dependo y soy según ellas, y ejerzo mi
libertad dentro del marco que ellas me proporcionan.
En segundo
lugar, la vida humana se hace siempre contando con el futuro, y la libertad se
ejerce también mirando hacia adelante. Si se pone el acento en que lo importante
de la libertad es el presente, y se identifica con poder elegir lo que yo quiera
en cada momento, entonces se olvida la pregunta ¿libertad, para qué? Si no hay
un puerto hacia el que dirigirse, si no hay una tarea que valga la pena, un
ideal atractivo cuya consecución merezca sacrificios, si no hay unos valores de
fondo que inspiren la conducta y den a la vida un rumbo constante y coherente,
entonces la libertad se convierte en un juego, en el capricho de elegir wiskhy o
ginebra sin preocuparse del largo plazo.
La libertad
se pone interesante desde el momento en que asume tareas importantes y
comprometidas. Basta pensar en qué es la vida profesional para darse cuenta de
que ser libre exige llenar la vida de contenido, tener un tajo cotidiano, un
lugar que ocupar en la sociedad. Si no, carecemos de identidad. El hombre, al
cabo del tiempo, termina siendo aquello que pone en práctica. Si no hay tarea
que realizar, uno no es nada ni nadie: viene el vacío, la pérdida de sentido de
la vida, la sensación de inutilidad, e incluso la frustración. De todo esto se
infiere que cuando la libertad asume tareas y riesgos, se compromete, apuesta
por un proyecto, por un ideal o por una persona. Y por eso la libertad se
vincula a ellos, pasa a estar a su servicio, por decirlo así. La libertad
adquiere sentido cuando tiene un para qué, cuando está al servicio de una causa,
cuando se compromete por ella y en ella.
Por eso se
suele decir que la grandeza de un hombre se mide por la calidad de sus vínculos,
que es tanto como decir, por la calidad y altura de las metas e ideales que se
ha propuesto alcanzar. Es importante insistir en que la grandeza de la libertad
se mide por la categoría de la realidad a la que apunta, esa realidad que ella
misma ha elegido. Si todo lo que puedo elegir es whisky o ginebra, mi libertad
no pasa de ser un capricho, una trivialidad.
Dicho de
una manera resumida: la libertad no es sólo libertad de elección, sino también
libertad moral, es decir, el proceso de desarrollo ético y humano de la persona.
No basta sólo con elegir esto o aquello; hay que elegir bien, hay que elegir
aquello que contribuya a nuestro mejor desarrollo como hombres y como personas.
No basta elegir para ser libre, hay que elegir bien, hay que elegir lo mejor. La
libertad no es tanto elegir como elegir bien, es decir, dirigir mis pasos hacia
una meta, organizar mi vida, mi tiempo futuro, en torno a una tarea, a un ideal
que valga la pena. La libertad, y esto es importante, no es autosuficiente, no
se basta a sí misma necesita el bien para poder realizarse. Si elige mal, se
equivoca; aunque se equivoque libremente, es mejor para ella acertar libremente.
Y el acierto de la libertad está en elegir lo mejor para la persona.
Así pues,
no se puede aislar la idea de la libertad de la idea del bien. El bien es el
para qué de la libertad. Es un bien libremente elegido. Por eso la elección del
bien es la realización de la libertad. Elegir mal, equivocarse, es un uso de la
libertad que daña a la persona porque las decisiones de la libertad son
acumulativas, es decir, si se elige una vez bien, la siguiente es más fácil
volver a elegir bien, mientras que elegir mal prepara el camino para volver a
equivocarse. Por eso suele decirse que la elección habitual del bien se llama
virtud (un hábito bueno, positivo, enriquecedor), mientras que la elección
habitual del mal se llama vicio (un hábito degradante para la
persona).
La libertad
de los otros
Decir que
mi libertad acaba donde empieza la de los demás es una manera de poner de
relieve otro de los límites de ella. Pero esto no debe entenderse en un sentido
puramente negativo, como si se tratara de hacer lo que yo quisiera sin otro
criterio que abstenerme de perjudicar a los demás. Si lo entendemos así,
volvemos al planteamiento reduccionista que vimos anteriormente, según el cual
ser libre consiste ante todo y sobre todo en elegir lo que yo quiera, sin
coacción alguna.
Debajo de
esa idea reduccionista subyace un planteamiento individualista de la sociedad,
según el cual cada hombre vive dentro de una esfera y de un espacio propios y
aislados, en los que él sólo es soberano y donde nadie puede entrar. Esta idea
de que el hombre es un individuo soberano dentro de su propio territorio, en el
cual los demás son unos extraños, ha sido muy común en ciertas tradiciones
políticas y morales europeas, por ejemplo el liberalismo.
Hoy en día
este planteamiento individualista aparece ya como insuficiente, por insolidario
y poco realista: la sociedad no es una suma de espacios autónomos de individuos
libres y emancipados, sino un entramado donde se comparten los bienes comunes
que sustentan y hacen posible la sociedad. Uno de esos bienes compartidos y
mutuamente otorgados es la libertad: sin la ayuda de los otros yo no puedo
alcanzar mi madurez y mi emancipación, ni puedo mantener mi libertad. Que yo
pueda ser libre depende de que los demás me reconozcan como tal y, por tanto, mi
libertad se constituye desde la libertad de los demás, y no
aisladamente.
La sociedad
es un ámbito de bienes comunes y compartidos dentro del cual los hombres se
reconocen unos a otros como seres libres y responsables, pues todas las
decisiones que yo tome respecto de mi propia persona acaban repercutiendo en los
demás, pues ellos quedan afectados, aunque yo no quiera, por lo que suceda
conmigo, y por ello son y se sienten responsables de lo que yo haga: es algo que
antes o después les afecta. Por eso mis elecciones libres, además de quedar
medidas por la realidad a la que apuntan, se miden también por la conformidad o
disconformidad que tengan con los valores comunes de la sociedad en la que
vivo.
En toda
sociedad hay una tabla de valores compartidos, recibidos muchas veces de la
propia tradición cultural, científica, moral y religiosa. Son esos valores los
que marcan los cauces a través de los cuales se desarrolla y crece la libertad
de cada uno de los miembros de esa sociedad. La manera más enriquecedora de
ejercerla es asumir la tarea de realizar esos valores de una manera personal y
creativa.
Así se
vuelve a ver que la libertad sola no basta, no es un valor absoluto. Junto a
ella hay que poner otros valores que la comunidad a la que pertenecemos pone en
nuestras manos y para cuya aceptación y realización se precisa la intervención
de la libertad, pues con ella esos valores se convierten en ideales,
convicciones y tareas de la persona, una persona que no es un individuo aislado,
autónomo e independiente, sino un miembro activo de una comunidad donde su vida
y su libertad continuamente se integran y se encuentran con la libertad y la
vida de los demás.