En una cultura pródiga en promesas, ofertas y búsquedas de eficiencia y perfección, aspirar a ser buenos padres no puede quedar fuera del espectro. Y como esta cultura promueve además la competitividad y el éxito, se trata de ser los mejores padres. ¿En qué consiste esto? Nadie lo sabe con certeza, gracias a lo cual proliferan las fórmulas vertidas en libros, videos, cursos, talleres y decálogos pediátricos, psicoterapéuticos y psicopedagógicos. Los perimidos consejos de los ancestros ya no cuentan. El resultado es la confusión, la duda perpetua, los dobles o triples mensajes a los hijos, la obsesión, la culpa paterna y materna, la autoexigencia y, por fin, lo peor: la tercerización de la crianza. En su ambición de ser buenos (o perfectos) padres, y ante el temor de no estar haciéndolo bien, muchos terminan por delegar la tarea en escuelas, psicólogos, diversos tipos de profesores e instituciones. Siempre con las mejores intenciones, en nombre del amor y a menudo con dudosos resultados. Entre éstos se cuentan chicos con abrumadoras agendas en las que no caben ni el juego ni lo espontáneo, hijos con tanta libertad que terminan por no saber qué hacer consigo mismos, padres que abdican de la función y de la adultez en la creencia de que la buena paternidad consiste en ser pares de sus hijos y no líderes y guías en el desarrollo de esas vidas.
Es cierto que en generaciones anteriores los padres no dudaban acerca de lo que debían hacer, y es cierto que en muchos casos un poco de duda y revisión no hubiese venido mal. Pero descalificar todas las certezas de aquellos modelos en nombre de tendencias, novedades y recetas siempre fugaces y lábiles no sólo equivale a viajar sin mapas en territorios desconocidos, sino que, en el fondo, convierte la buena paternidad de hoy en una represalia a la padecida paternidad de ayer y se termina por ser padre mirando al pasado (los propios padres) y no al futuro (los propios hijos). Muchas veces, los hijos terminan por ser víctimas de un pasado no saldado que sus padres quieren enmendar.
Como ningún bebe llega al mundo con un instructivo bajo el brazo, y como los consejos provienen de estadísticas, especulaciones teóricas o experiencias ajenas, no queda mejor camino que aprender a ser padre con los propios hijos. Esto requiere presencia, tiempo, paciencia, atención, compromiso, responsabilidad, capacidad de recapacitar y enmendar, suavidad y firmeza. Los dos últimos ingredientes pueden parecer contradictorios, pero cuando se complementan permiten mantener el rumbo. Lo demás es transmitir valores a través de la conducta y no del discurso, enseñar a construir vínculos nutricios en los cuales las personas son fines y no medios (esto comienza no tomando al hijo como un medio para la propia consagración personal, social o familiar) y desarrollar una vida con sentido, es decir, una vida que deje el mundo un poco mejor de cómo lo encontró. Hijos que reciben esto de sus padres son retoños que, una vez árboles, darán buenos frutos. Nada de esto se puede delegar. Y nada perturba tanto como el temor a no ser buenos padres o la exigencia de serlo...
por Sergio Sinay