Quienes matan en nombre de Alá no son mártires, sino profanadores de su nombre y sus intenciones. En el Corán, cada sura es precedida por la expresión "en nombre de Alá, clemente y misericordioso". Su repetición insistente marca el eje sublime de esta religión. El resto puede ser materia de interpretaciones, producto de circunstancias y pintura de contextos que cambian con la evolución de la historia. Los grandes sabios que profesaban el Islam y estudiaban cada letra de su libro sagrado, no se dedicaban al crimen ni el desprecio de la más notable creación divina, que es el ser humano. Actualmente la mayoría de los musulmanes son las primeras víctimas de los delincuentes que decapitan, degüellan, crucifican, torturan, reprimen, violan, lanzan misiles y hacen explotar bombas contra cualquiera, incluso niños, invocando a Dios. En la realidad, vacían su fe de grandeza y espiritualidad. A la mayoría de los musulmanes, en primer término, les corresponde sublevarse contra quienes lavan cerebros dentro y fuera de las mezquitas mediante prédicas envenenadas. Tienen la obligación de hacerlo. Su silencio es complicidad, miedo y delito. Antes de cerrar mi manuscrito sobre Las redes del odio, libro que publiqué en el año 2003, y en el que efectúo una descripción de la mayor cantidad de fuentes, características y métodos de sanación contra la peste del odio, encontré una leyenda ejemplar del antiguo Egipto. Y la instalé como Prólogo. Ahora es un buen momento para recordarla. Brinda una sencilla y elocuente enseñanza. Dicen los jeroglíficos que cuando el poderoso Ra, señor de los dioses y de los hombres, se sintió viejo y cansado, engalanó su cuerpo con oro, plata y lapizlázuli. Las piedras y los metales preciosos ya entonces fascinaban y se les atribuían virtudes que iban más allá de su relumbre. Reconfortado, Ra paseaba sus colores por los dominios que gobernaba desde tiempo inmemorial. No obstante, los hombres que habitaban el valle del Nilo y los desiertos colindantes ya se habían aburrido de su presencia y no los conmovía ni el oro, ni la plata, ni el mágico lapizlázuli sobre un cuerpo tan senil. Hasta llegaron a ignorar la presencia del soberbio Ra. Esto preocupó al dios que, para no dejarse arrastrar por la cólera, convocó a un consejo. Acudieron en tropel los asesores divinos y demostraron que no eran más lerdos que los hombres para inclinarse ante quien tenía el máximo poder. Criticaron la indiferencia de los humanos enfermos de ingratitud y, uno tras otro, coincidieron en la necesidad de tomar represalias. Después de evaluar las propuestas, que chorreaban vitriolo, Ra se decidió por una matanza inolvidable. Los sobrevivientes se aterrorizarían al ver personas queridas transformadas en cadáveres y volverían a admirarlo. Para realizar la tremenda tarea se dirigió a una diosa de probada crueldad. Athor-Sejmet aceptó feliz y de inmediato puso manos a la obra. Desde su trono de marfil, Ra observó cómo Athor-Sejmet asesinaba a sus criaturas, una tras otra, en alucinante torbellino. Los campos y las zanjas se llenaban de muertos mientras algunos heridos huían pese a que habían sufrido la amputación de manos o la mutilación de genitales. Al cabo de unos días, grandes charcos de sangre anegaron el país y Ra consideró suficiente el castigo. Ordenó a Athor-Sejmet que detuviese su acción. Al fin de cuentas, él había sido el creador de la vida y no debía permitir que se cancelase su prodigio.Pero ocurrió lo inesperado: la diosa estaba tan cebada que no podía escucharlo; su furia asesina era cada vez más frenética. Con gritos cósmicos Ra insistió en su orden; eran urgente detener la matanza, frenar las pestes, defender la vida. Fue inútil. Entonces se dio cuenta de que la tormenta no acabaría hasta que la diosa hubiese exterminado al último sobreviviente del género humano. Los humanos era su obra -reflexionó afligido-, lo mejor de su obra. Tenía que proceder de otro modo. Y hacerlo con urgencia. Ideó un ardid que superase la sordera de Athor-Sejmet. Durante la noche derramó por el mundo una bebida fermentada de color rojo. La diosa la confundiría con la sangre que excitaba sus sentidos y bebería sin cesar. La estratagema, aunque simple, resultó exitosa: después de unas horas Athor-Sejmet ya no conseguía distinguir un hombre de una piedra. Su pasión varió el rumbo y de ese modo pudo concluirse la masacre y salvarse la humanidad. La moraleja es diáfana. Para sembrar la muerte bastó una sugerencia del vanidoso Ra. Para detenerla no alcanzaron sus gritos, ni su desesperación, ni su recobrada sensatez. Tampoco logró detener el desenfreno con un truco, sino apenas cambiarlo de objetivo. La furia fanática requiere límites que jamás deben saltearse. Hacerlo o tolerarlo, es criminal. Para eso existen las leyes que fueron creando e imponiendo siglos de civilización. La leyenda ofrece una lección y mucha esperanza. Siempre se puede hacer algo positivo contra la locura del odio. Por horrible que sea la tragedia, por feroces que sean las desventuras, hay senderos de corrección. Pero es necesario reconocer y asumir su existencia, jugarse por ellos, gritar e inventar recursos, aplicarlos. La diosa Athor-Sejmet habita en el nihilismo y en la complacencia destructiva que se instalan incluso en seres de noble conciencia. Es un deber ponerle pecho al infortunio que suscita, denunciar su total desprecio por la vida, y asumir que, con menos odio, el universo puede ser mejor. Mucho mejor. Lo ilustro, por último, con una breve historia. En un frío domingo un cura y un campesino llegaron juntos a la solitaria capilla. El sacerdote, advertido sobre la ausencia de feligreses, dijo: "Creo que no vale la pena celebrar la misa". Entonces el zaparrastroso campesino replicó: "Cuando mi única vaca se me arrima en el tiempo de darle comida, yo se la doy". Nuestro planeta, encogido por cuchilladas de odio, prejuicios, ignorancia e impunidad, necesita como nunca antes, la comida de la sensatez y la fraternidad. Contra esa comida se erigen los totalitarismos que hemos conocido en su más vocinglera expresión. Escuché decir que nuestros abuelos debieron luchar contra el totalitarismo nazi, nuestros padres contra el totalitarismo estalinista y ahora nos toca luchar contra el totalitarismo islamista. No se trata de una guerra de religiones y ni siquiera de civilizaciones, como propuso Huntington. Es una guerra de la libertad contra la esclavitud, de la dignidad humana contra el salvajismo primitivo, de la luz contra la oscuridad.
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