por Enzo Montalbetti
Los niños tienen la mente abierta, no contaminada y para ellos todo es nuevo. Con el paso de los años van perdiendo su capacidad de asombrarse, de llamarles la atención las cosas cotidianas, su curiosidad por todo lo que los rodea. Así es como con la adolescencia, la juventud y la llegada de la madurez, vamos perdiendo nuestra capacidad de admirar (sentir lo que nos rodea); en el fondo, de vivir. Pasando los años no somos capaces de asombrarnos de nada, todo nos parece “evidente”: el encender la luz desde un interruptor, abrir la llave y ver correr el agua, despertarnos y ver la luz; salvo cuando algo nos falta. Recién en ese momento apreciamos lo valioso que son estos elementos, entre muchos otros.
Si frente a lo hecho por el ser humano no somos capaces de asombrarnos, menos nos asombramos frente a la naturaleza que siempre, desde que llegamos a este mundo, la hemos tenido presente. No tenemos conciencia de los sutiles cambios que se producen cuando pasamos de una estación a otra; de cómo las plantas se van preparando para pasar del invierno a la primavera; de cómo van cambiando los colores desde los tímidos verdes hasta los verdes intensos, junto a una extensa gama de alternativas. Sí, el asombro de una rosa, de la lluvia, de esa luz que incide en el agua, de una puesta de sol, no nos toca, pues estamos ocupados con cosas “más importantes”, como tener dinero, éxito, posición social y no en ser únicos, pensantes, dueños de nuestra propia vida.
Paradójicamente, la humanidad de nuestros días −con tantos avances en el genoma humano y en la clonación− nunca había sido tan ignorante y nunca tan ignorante de su ignorancia. Creemos conocernos porque hemos descubierto una serie de características físicas, pero cada vez nos perdemos más en la nebulosa de nuestra existencia. Para nosotros, y con mayor razón para las generaciones que nos siguen, parece existir cada vez menos cosas de que asombrarse, pues todo nos resulta evidente: la televisión, la radio, las comunicaciones, los viajes en avión y todo los que nos ofrece la modernidad. Pareciera que cada uno de los adelantos ha ido limitando nuestra imaginación. Tenemos todo resuelto, por ejemplo, no necesitamos imaginarnos el rostro de la persona con la cual estamos conversando, pues tenemos video conferencias, comunicación por medio del computador a tiempo real. O, también, con el celular podemos tomar contacto con quien queremos a cualquier hora, en cualquier lugar…
Quizás hemos visto todo, pero no hemos observado nada; hemos oído todo, pero no hemos escuchado nada. No somos como El Principito de Antoine de Saint Exupéri que nunca se quedaba sin respuestas. Sólo así nos podemos explicar que él abandonara el pequeño planeta, donde podía contemplar cuarenta y tres puestas de sol en un sólo día, para ir en busca de respuestas, porque “El Principito no desistía nunca de ninguna pregunta una vez que la había expresado”. Y el caso de Sancho Panza, que era como una especie de niño que absorbía la sabiduría de Don Quijote y se admiraba en cada nuevo descubrimiento. Él siguió al “Caballero de la Triste Figura” en todas las aventuras y cada una de ellas le dejó una enseñanza. Sancho Panza era una combinación entre ingenuidad, admiración, asombro y avidez por conocer lo que su vida de labriego no le había proporcionado.
Pero nosotros vivimos en un estado tan superficial de vida que no somos conscientes ni de nuestro respirar. Damos por supuesto que esta vida puede ser vivida de la forma que más se acomode a nuestra endeble voluntad. Vivimos de apetencias, de impulsos que duran lo que dura el capricho de turno o el humo de un cigarrillo. Ensimismados en el «yo egoísta», no vemos lo mejor de los demás. Y con el tiempo nuestra capacidad de asombro se difumina en el olvido de lo que verdaderamente importa: el amor. La vida es un constante enamoramiento o no es. Un darse en un progresivo descubrimiento de las maravillas que nos rodean. Pero nuestras almas están aturdidas de comodidad, saturadas de cosas, de avaricia y soberbia, de impureza y deslealtad. Por el contrario, la capacidad de asombro está ligada armoniosamente a la humildad. El asombro impide al ser humano pararse sobre el pedestal de la soberbia, porque reconoce que ésta sólo petrifica, pues se hace un monumento de sí mismo y se impide el crecimiento personal.
Así, hemos llegado al punto en el que somos incapaces de asombrarnos por una inteligencia coherente o por una sensibilidad que vaya un poco más allá de las compras de Navidad. Nos hablan de cultura por mil sitios, en una constante propaganda mercantil y política. Es una cultura del entretenimiento, sin más; de pasar los ratos de nuestras vidas en una afasia espiritual que nos impide darnos cuenta de la plenitud trascendente del ser humano. Esa plenitud que sobre todo se manifiesta, en el amor por los demás; el asombro de un buen libro o poema; el asombro −siempre nuevo− de los besos de un amor, o de esa mirada que nos desnuda el yo del alma.
Los niños tienen la mente abierta, no contaminada y para ellos todo es nuevo. Con el paso de los años van perdiendo su capacidad de asombrarse, de llamarles la atención las cosas cotidianas, su curiosidad por todo lo que los rodea. Así es como con la adolescencia, la juventud y la llegada de la madurez, vamos perdiendo nuestra capacidad de admirar (sentir lo que nos rodea); en el fondo, de vivir. Pasando los años no somos capaces de asombrarnos de nada, todo nos parece “evidente”: el encender la luz desde un interruptor, abrir la llave y ver correr el agua, despertarnos y ver la luz; salvo cuando algo nos falta. Recién en ese momento apreciamos lo valioso que son estos elementos, entre muchos otros.
Si frente a lo hecho por el ser humano no somos capaces de asombrarnos, menos nos asombramos frente a la naturaleza que siempre, desde que llegamos a este mundo, la hemos tenido presente. No tenemos conciencia de los sutiles cambios que se producen cuando pasamos de una estación a otra; de cómo las plantas se van preparando para pasar del invierno a la primavera; de cómo van cambiando los colores desde los tímidos verdes hasta los verdes intensos, junto a una extensa gama de alternativas. Sí, el asombro de una rosa, de la lluvia, de esa luz que incide en el agua, de una puesta de sol, no nos toca, pues estamos ocupados con cosas “más importantes”, como tener dinero, éxito, posición social y no en ser únicos, pensantes, dueños de nuestra propia vida.
Paradójicamente, la humanidad de nuestros días −con tantos avances en el genoma humano y en la clonación− nunca había sido tan ignorante y nunca tan ignorante de su ignorancia. Creemos conocernos porque hemos descubierto una serie de características físicas, pero cada vez nos perdemos más en la nebulosa de nuestra existencia. Para nosotros, y con mayor razón para las generaciones que nos siguen, parece existir cada vez menos cosas de que asombrarse, pues todo nos resulta evidente: la televisión, la radio, las comunicaciones, los viajes en avión y todo los que nos ofrece la modernidad. Pareciera que cada uno de los adelantos ha ido limitando nuestra imaginación. Tenemos todo resuelto, por ejemplo, no necesitamos imaginarnos el rostro de la persona con la cual estamos conversando, pues tenemos video conferencias, comunicación por medio del computador a tiempo real. O, también, con el celular podemos tomar contacto con quien queremos a cualquier hora, en cualquier lugar…
Quizás hemos visto todo, pero no hemos observado nada; hemos oído todo, pero no hemos escuchado nada. No somos como El Principito de Antoine de Saint Exupéri que nunca se quedaba sin respuestas. Sólo así nos podemos explicar que él abandonara el pequeño planeta, donde podía contemplar cuarenta y tres puestas de sol en un sólo día, para ir en busca de respuestas, porque “El Principito no desistía nunca de ninguna pregunta una vez que la había expresado”. Y el caso de Sancho Panza, que era como una especie de niño que absorbía la sabiduría de Don Quijote y se admiraba en cada nuevo descubrimiento. Él siguió al “Caballero de la Triste Figura” en todas las aventuras y cada una de ellas le dejó una enseñanza. Sancho Panza era una combinación entre ingenuidad, admiración, asombro y avidez por conocer lo que su vida de labriego no le había proporcionado.
Pero nosotros vivimos en un estado tan superficial de vida que no somos conscientes ni de nuestro respirar. Damos por supuesto que esta vida puede ser vivida de la forma que más se acomode a nuestra endeble voluntad. Vivimos de apetencias, de impulsos que duran lo que dura el capricho de turno o el humo de un cigarrillo. Ensimismados en el «yo egoísta», no vemos lo mejor de los demás. Y con el tiempo nuestra capacidad de asombro se difumina en el olvido de lo que verdaderamente importa: el amor. La vida es un constante enamoramiento o no es. Un darse en un progresivo descubrimiento de las maravillas que nos rodean. Pero nuestras almas están aturdidas de comodidad, saturadas de cosas, de avaricia y soberbia, de impureza y deslealtad. Por el contrario, la capacidad de asombro está ligada armoniosamente a la humildad. El asombro impide al ser humano pararse sobre el pedestal de la soberbia, porque reconoce que ésta sólo petrifica, pues se hace un monumento de sí mismo y se impide el crecimiento personal.
Así, hemos llegado al punto en el que somos incapaces de asombrarnos por una inteligencia coherente o por una sensibilidad que vaya un poco más allá de las compras de Navidad. Nos hablan de cultura por mil sitios, en una constante propaganda mercantil y política. Es una cultura del entretenimiento, sin más; de pasar los ratos de nuestras vidas en una afasia espiritual que nos impide darnos cuenta de la plenitud trascendente del ser humano. Esa plenitud que sobre todo se manifiesta, en el amor por los demás; el asombro de un buen libro o poema; el asombro −siempre nuevo− de los besos de un amor, o de esa mirada que nos desnuda el yo del alma.
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