PARA REFLEXIONAR :
Cuando fui a abrir la puerta de mi casa, uno de los tipos me agarró por atrás mientras otro me golpeó en la cara con el puño. Me empujaron hacia una camioneta blanca que estaba estacionada con el motor en marcha y alguien al volante. El que me tenía agarrado me dijo “callate y bajá la cabeza”. Al rato estaba metido en un ataúd en la parte de atrás de una Volkswagen. Me ataron las manos y los pies con alambre y me pusieron una capucha negra. No sabía qué pasaba ni a dónde me llevaban. Con el traqueteo del camino me golpeaba contra los costados de la caja de madera. Escuchaba las voces de los dos tipos que iban sentados sobre la tapa del ataúd. Era como si estuvieran en una habitación contigua hablando con la puerta cerrada, los oía, pero no entendía qué decían. Me empezó a faltar el aire. No podía moverme y casi ni respirar. Tenía miedo.
En 1991 yo era solo un ingeniero, padre de tres hijos, que se ocupaba principalmente de su trabajo, su familia y de sí mismo. Esa es la verdad. No me faltaba nada, era exitoso, era muy joven (¡qué joven es uno a los 32 años y no se da cuenta!), y creía saber más o menos cómo iba a ser mi vida hasta retirarme. Cuando digo que algo cambió ese día, pienso que fue el final de una especie de certeza ingenua que tenía sobre el futuro, una seguridad injustificada sobre cómo iba a ser mi vida.
Cuando abrieron el ataúd y respiré profundo todo el aire que pude (nunca antes o después respiré con tanta desesperación) ya no estaba más seguro de nada, ni siquiera de si iba a seguir vivo ese día.
La mayor parte del tiempo la pasé en una caja de madera de un metro y medio por un metro y medio. Me hablaban y me bajaban la comida desde un agujero en el techo. Cada minuto podía ser mi último minuto. A veces me decían “a ver, ponete debajo del agujero que te vamos a pegar un tiro”. No se lo deseo a nadie.
Cuando fui a abrir la puerta de mi casa, uno de los tipos me agarró por atrás mientras otro me golpeó en la cara con el puño. Me empujaron hacia una camioneta blanca que estaba estacionada con el motor en marcha y alguien al volante. El que me tenía agarrado me dijo “callate y bajá la cabeza”. Al rato estaba metido en un ataúd en la parte de atrás de una Volkswagen. Me ataron las manos y los pies con alambre y me pusieron una capucha negra. No sabía qué pasaba ni a dónde me llevaban. Con el traqueteo del camino me golpeaba contra los costados de la caja de madera. Escuchaba las voces de los dos tipos que iban sentados sobre la tapa del ataúd. Era como si estuvieran en una habitación contigua hablando con la puerta cerrada, los oía, pero no entendía qué decían. Me empezó a faltar el aire. No podía moverme y casi ni respirar. Tenía miedo.
“Algo en mi interior cambió para siempre”. Así empezó mi secuestro. No lo supe en ese momento, pero aquel sábado 24 de agosto de 1991, a la 1.15 de la madrugada, en la profunda oscuridad de ese cajón de muertos, algo en mi interior cambió para siempre. En total estuve secuestrado 14 días en el sótano de una casa en el barrio de San Cristóbal, exactamente en la avenida Garay 2882 (hace poco cuando inauguramos el Metrobus del sur pasé por la puerta y no pude dejar de mirarla).
Cuando abrieron el ataúd y respiré profundo todo el aire que pude (nunca antes o después respiré con tanta desesperación) ya no estaba más seguro de nada, ni siquiera de si iba a seguir vivo ese día.
La mayor parte del tiempo la pasé en una caja de madera de un metro y medio por un metro y medio. Me hablaban y me bajaban la comida desde un agujero en el techo. Cada minuto podía ser mi último minuto. A veces me decían “a ver, ponete debajo del agujero que te vamos a pegar un tiro”. No se lo deseo a nadie.
Desde que fui liberado empecé a vivir de una manera muy distinta. Me sentía como aquellos que se sobreponen a una enfermedad terminal o se salvan en un accidente. Todo me parecía nuevo y frágil. No entendía quién era ni de qué se trataba todo. Encontré en la incertidumbre un poder que me impulsaba hacia adelante. Con el tiempo llegué a estar convencido de que la libertad que recuperé después de mi secuestro fue mucho mayor que la que tenía antes. Sin saber cómo, en ese extraño intercambio recibí más de lo que me sacaron por haber sido secuestrado. Quedé más libre que nunca para hacer cualquier cosa, hasta para pensar por primera vez que podría crear mi propio destino. | ●
La realidad es vulnerable
“Comienza por hacer lo que es necesario, y luego dedícate a hacer lo que es posible, y de repente estarás haciendo lo imposible”- Francisco de Asís -
Tres años después del secuestro mi vida había cambiado por completo. De repente estaba metido hasta el cuello en la aventura de competir para ser presidente de Boca Juniors. Había pasado de tener el sueño de querer ser algo a intentarlo. Tenía apenas 34 años. Era mi gran proyecto, quería llevar a Boca a ser el club que yo pensaba que merecía ser: el más ganador, el más moderno, el más respetado, un club integrado a la comunidad, preocupado por formar jugadores de fútbol pero también por desarrollar como personas a los chicos de La Candela que llegaban ahí esperando una oportunidad para sus vidas.Finalmente, tuvieron que pasar dos años más todavía hasta diciembre de 1995 cuando ganamos las elecciones.
No voy a contar otra vez qué pasó después porque es público, pero tengo que decir que aquel Boca logró todo lo que se propuso, hasta ganar en Tokio y convertirse en el mejor equipo del mundo. Sin embargo, en lo más íntimo de mí, Boca hizo algo mucho más importante que darme triunfos, me educó para la vida con enseñanzas que aún hoy guían todos mis actos. No sé muy bien cómo explicarlo, pero aprendí que la realidad no es algo estático que no podemos modificar, ni un destino que nos viene del pasado como una herencia o una maldición. La realidad -al menos una parte muy grande de ella- es vulnerable a nuestra determinación. Si avanzamos decididos hacia lo que queremos la realidad responde, se modifica, se orienta, lo que parecía un caos se ordena, la desazón se transforma en entusiasmo, y al final, una sucesión de pequeños logros nos lleva al éxito. Boca me enseñó que nada es imposible.
Lo segundo que aprendí es tan importante como lo anterior: la clave de todo logro no está en el talento de brillantes individuos aislados, sino en los equipos.
¿De quién fue el éxito que Boca tuvo en esa época? ¿de Bianchi? ¿de Palermo? ¿de Riquelme? ¿del "Mellizo" Barros Schelotto? ¿O fue el éxito de la suma de esas personas talentosas concentradas en un mismo objetivo? Yo fui una parte más de ese equipo, mi rol -esto también lo aprendí- fue crear las condiciones para que esos talentos se desplegaran con todas sus posibilidades.
¿De quién fue el éxito que Boca tuvo en esa época? ¿de Bianchi? ¿de Palermo? ¿de Riquelme? ¿del "Mellizo" Barros Schelotto? ¿O fue el éxito de la suma de esas personas talentosas concentradas en un mismo objetivo? Yo fui una parte más de ese equipo, mi rol -esto también lo aprendí- fue crear las condiciones para que esos talentos se desplegaran con todas sus posibilidades.
Lo que voy a decir puede parecer una contradicción, pero es tal cual como lo viví. Todos los que formábamos Boca pudimos ver cómo, cuanto más resignamos nuestras ambiciones individuales para trabajar en equipo, cuanto más modestos fuimos como sujetos pero más audaces como conjunto, más éxitos alcanzamos. Nadie que formó parte de aquel equipo obtuvo nunca una gloria deportiva mayor que cuando postergamos nuestra individualidad por aquel objetivo común. | ●
Las condiciones
“Cualquier cosa que estés destinado a hacer, no importa de qué se trate, debes hacerla ahora. Las condiciones serán siempre imposibles”- Doris Lessing -
Una señora me preguntó “Mauricio, ¿por qué querés ser presidente?” Es una pregunta que me formulo a mí mismo con frecuencia. Nadie se levanta a la mañana diciendo “quiero ser presidente”, y nadie quiere ser presidente por una sola razón. Pensé un momento y se me ocurrió responderle con una idea que pudiera expresar los deseos y la esperanza de mucha gente, de alguien que vive en la Quebrada de Humahuaca, o un obrero del petróleo en el sur, o una joven que estudia en la UBA, o una madre soltera, un jubilado en cualquier parte del país, un empresario que lucha por sostener su fábrica, o de un chico que puede llegar a ser todo, aunque todavía no sea nada. Mi respuesta fue algo así:
“No puedo hablar... no puedo hablar...”
Abrazos.
Entonces, ¿puedo ganar las elecciones presidenciales?
La respuesta no está en mí. La respuesta es: si los argentinos creen que no estamos condenados a ser un país frustrado, postergado, deprimido, enfrentado entre hermanos, malignamente cíclico, y si en cambio creen que podemos ser un país vigoroso, productivo, inteligente y feliz; las condiciones estarán dadas de inmediato. Ganar las elecciones no es como a veces se cree un asunto de partidos, ni de aparatos, ni de punteros que manejen la calle, ni de acuerdos entre opuestos, ni de historia, no es un asunto de llenar actos con gente que llega en micros, ni de agitar banderas con cañas de bambú, ni de hablar a los gritos en contra de nadie. Es un asunto mucho más hondo, más individual, más íntimo, se trata de despertar la confianza en el corazón de las personas para que nos elijan con su voto silencioso. Las personas sumadas somos imparables.
El voto, ese poder inmenso que cabe en una mano, no necesita antecedentes para cambiarlo todo.
Sí, claro que puedo ser presidente si esa es la voluntad de los argentinos. | ●
La vida es cambio
“Ella es mi espejo, refleja lo que soy”
- Lisa / Gustavo Cerati -
Cuando nació Agustina yo tenía apenas 22 años. Cuando me divorcié, a los 32, tenía tres hijos: Agustina de nueve años, Gimena de cinco y Francisco de dos. Todo pasó muy temprano, sobre todo si lo comparo con las costumbres actuales, cuando la edad promedio de los hombres que se casan en Buenos Aires es de 32 años.No puedo recordar exactamente en qué fecha fue, pero tengo guardadas imágenes mentales de aquel fin de semana en 1991 en el que estuve por primera vez solo con los tres. Ellos y yo, sin nadie más. Los fui a buscar temprano con todo planeado. Estaba nervioso, porque quería que las cosas parecieran naturales. Ese día lo pasé tratando de divertirlos. Jugamos, nos disfrazamos, cantamos, se hizo de noche, comimos, les conté cuentos, los acosté, los tapé, los besé. Quería que estuvieran tranquilos, que supieran que a pesar del divorcio las cosas no cambiarían, que yo seguiría siendo su papá para siempre. Supongo que todos los hombres divorciados del mundo quieren hacer lo mismo alguna vez, pero hay actos de los que sólo es posible entender su completa profundidad cuando los hacemos nosotros mismos.
“De repente los vi. A los tres.”
Ese día, o por aquellos días, me pasó otra cosa que ahora quiero recordar. De repente los vi. A los tres. No sé si estábamos desayunando o jugando a algo, pero los vi claramente, los vi como no los había visto nunca hasta ese momento. Tres personas, tres historias, tres vidas. Seres independientes y distintos a mí que vivirían sus vidas mucho más allá de la mía, con sus propias pasiones, sus propios sueños, con destinos que podrían ser diferentes y hasta antagónicos a lo que yo podía imaginar para ellos en ese momento.
Es una emoción muy profunda que a veces sentimos los padres. Se mezclan la felicidad con algo de melancolía. Porque en esos momentos también me doy cuenta de que hay una Antonia que se aleja, que deja su lugar a una nueva Antonia, cada vez más grande, más radiante, más graciosa, más alegre, más inteligente... Pero para que esta nueva Antonia esté ahí, la otra, la Antonia más pequeña, tuvo que dejar su lugar para siempre. Y así seguirá sucediendo cada día.
La vida es cambio. Me lo enseñan con insistencia mis hijos mientras se convierten en hombres y mujeres, me lo enseña la piel de mis manos, me lo enseñan las estaciones... Aceptar el cambio, vivir sin intentar capturar a las cosas, ni a las personas, ni a los momentos, mirar siempre hacia adelante, avanzar con confianza, con esperanza, no temer… Ese es el desafío de la vida. | ●
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