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"Líneas y Entre Líneas"...

... los invita a disfrutar , con otra mirada y con sus opiniones personales, de los encuentros y desencuentros en los distintos roles que hoy nos tocan vivir en la sociedad.

En este espacio, "La Educación" será el centro en torno al cual giren los distintos temas. A veces delirantes, otras veces reales, mutando de una expresión dura a una actitud tierna.

Así serán las interesantes propuestas y sugerencias hacia un mismo objetivo : "Convivir en Sociedad"


jueves, 14 de agosto de 2014

Consecuencias del aborto...

Zelmira Bottini de Rey *
Diario La Nación. Domingo 29 de febrero de 2004 Política Opinión
(*La autora es pediatra e investigadora del Instituto de Bioética de la UCA)
¿Un hecho más de la vida?


El aborto procurado siempre es un fracaso: para la mujer, es la resultante de circunstancias indeseadas que la sobrepasan; para la sociedad, es una consecuencia de su falta de compromiso y solidaridad; para el Estado, es una muestra de su ineficiencia e insensibilidad frente al desprotegido.

Hoy se pretende despenalizar el aborto poniendo el acento en supuestos derechos de la madre, pero callando lo que significa aceptar que se elimine a un ser humano que no tuvo la suerte de ser engendrado en otras circunstancias o que padece alguna enfermedad.

Podría llegar a aceptarse que la mujer tiene derecho a disponer de su cuerpo, lo que no significa aceptar que disponga de la vida o muerte de su hijo.

Se hace hincapié en las circunstancias adversas que pueden llevar a la madre a decidir el aborto de su hijo, pero, ¿no sería más razonable actuar sobre las mismas, antes que proponer la despenalización de un delito? ¿Se cree, acaso, que la pobreza o la enfermedad se combaten eliminando a los pobres y a los enfermos?


Obligaciones

Quienes promueven este tipo de leyes apelando a la defensa de los derechos de la mujer, ¿no advierten que, en realidad, están propiciando que la sociedad toda se desentienda de su obligación ante los problemas de fondo de la embarazada (ignorancia, pobreza, violencia, soledad) y de su hijo? ¿Tienen en cuenta la trampa que significa para la mujer hacerle creer que un aborto es un hecho más en su vida?

Las situaciones, siempre dolorosas, que llevan a la mujer a abortar, requieren de la acción concreta del Estado y del compromiso de la sociedad para subsanarlas.

Pero sin olvidar que la adversidad es parte de la vida; que en la genealogía de todos figura, con seguridad, alguna mujer que le hizo frente; que el valor, el altruismo y el amor son virtudes humanas a partir de las cuales se puede construir, aún en las peores circunstancias.


Hacerse cargo de los débiles

La solución al problema de la pobreza, de la morbimortalidad materna, de la violencia, de las adolescentes embarazadas no pasa por despenalizar el aborto, ya que no es razonable dejar de considerar delito la muerte intencional de un inocente. Pasa, más bien, por que el Estado se haga cargo de los débiles, los necesitados, de controlar la violencia y el hambre y, por otro lado, por la educación.
Es preciso desarrollar programas educativos que promocionen la salud integral. Estos programas no pueden tener como objetivo intentar eliminar las consecuencias de conductas de riesgo, sino que deben buscar potenciar el desarrollo integral de las personas, lo que significa desarrollo pleno: físico, psicoafectivo, espiritual y social.

Existen programas concretos, sencillos, dirigidos a mujeres en edad reproductiva, con beneficios probados, que sería interesante fomentar. Hoy, que con tanto énfasis se proclaman los derechos humanos más variados, resulta sorprendente que no se considere con mayor seriedad el que hace posible todos los demás: el derecho a la vida.

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Nota Editorial. Diario La Nación. Domingo 17 de setiembre de 2006

El primer derecho humano



Desde hace algún tiempo se discute en nuestro país, en diferentes foros, si la práctica del aborto debe ser socialmente tolerada o aceptada, o si debe seguir estando penalizada por la ley. El debate es abordado desde perspectivas diferentes: en apoyo de una u otra postura, se invocan argumentos de orden filosófico o moral, se reivindican principios de carácter religioso, se analizan factores vinculados con la preservación de la higiene social o de la salud pública, se reclama el derecho de las mujeres a la libre disposición de su cuerpo, se examinan y se proyectan en el tiempo las actuales tendencias demográficas, y se difunden estadísticas demostrativas de que la propensión a interrumpir embarazos no deseados está considerablemente arraigada en nuestra sociedad.

Por encima de todas las consideraciones sectoriales o parciales que se suelen formular, existe un argumento primordial y superior que de ninguna manera puede ser obviado y es el que convoca a privilegiar, en todos los casos, el valor supremo y fundante de la vida humana. ¿Cómo encontrar una razón más convincente que aquella que invoca la necesidad de defender la vida?

El derecho a la vida se impone, en efecto, como el primero y el más esencial de los derechos humanos. Si a una persona ya conformada genéticamente se le niega ese derecho sustancial, se la está condenando a la más oscura y total de las muertes: la que no dejará rastro alguno en el tiempo ni en el espacio.

El aborto implica la destrucción absoluta de una vida humana actual y de su proyección hacia el futuro. Esta verdad terrible y desnuda es más que suficiente para que pierdan validez, en el estricto plano de los principios éticos, todas las posturas de signo contrario.

En la tradición del pensamiento humanista que preside desde hace siglos el desarrollo de los pueblos civilizados no hay nada más digno de ser defendido que el derecho de vivir. Toda nuestra cultura clásica, toda nuestra evolución histórica, marcharon con firmeza en esa dirección. El principal legado del humanismo contemporáneo es, en efecto, el que conduce al reconocimiento de la suprema dignidad de la persona humana. Desde el siglo XVIII en adelante, todas las declaraciones universales de derechos situaron al hombre, al ser humano, en el centro del sistema general de valores que preside la marcha de las civilizaciones.

Por supuesto, el reconocimiento del derecho a la vida como un principio universal e inalienable no implica desconocer las otras complejidades sustanciales que asoman detrás del drama doloroso del aborto. Por lo pronto, no se puede ignorar, a esta altura de la evolución del pensamiento, que el derecho de todo ser humano a participar de la vida, tal como lo concebimos y lo definimos hoy, está íntimamente asociado a otro derecho no menos esencial: el de aquella persona en cuyo cuerpo está llamada a instalarse o a germinar la vida de toda persona futura. Esa asociación prácticamente indisoluble entre dos derechos generalmente unidos y en ocasiones contrapuestos, como son el de la madre y el del hijo en gestación, ligados por un vínculo natural en el que reposan las claves últimas del misterio de la vida, obliga a examinar el problema en su más honda complejidad existencial.

Nadie podría ignorar, por ejemplo, que en determinadas situaciones extremas la interrelación de esas dos vidas puede llegar a conducir a una trágica contradicción de intereses vitales. Cuando eso ocurre, la pérdida de una vida puede llegar a ser el precio necesario para la preservación de la otra vida. Y ahí no es admisible una escala valorativa o discriminatoria: todas las vidas tienen la misma dignidad. Pero fuera de esos casos extremos, mantiene su vigencia el principio moral antes señalado que obliga a respetar la vida en toda circunstancia, con rigor y determinación.

No hay duda tampoco de que ese principio rector que consagra el valor supremo de la vida humana debe estar necesariamente reflejado en la estructura de valores que el orden jurídico de una nación expresa y presupone. No debe olvidarse que el derecho positivo, hijo directo o indirecto del derecho natural, cumple una función de ejemplaridad moral al establecer y enunciar cuáles son los valores éticos y humanos que merecen gozar de una plena tutela jurídica.

En cumplimiento de esa misión testimonial y ejemplarizadora que las leyes están obligadas a cumplir, muchos países incluyeron tradicionalmente en sus ordenamientos legales, de manera expresa, el principio que garantiza la protección de la vida humana desde el momento mismo de la concepción.

En el caso argentino, esa actitud es coincidente, por lo demás, con el criterio de valoración que aparece consagrado en los principales tratados y convenciones internacionales suscriptos y refrendados por el país. Es importante recordar que, desde la reforma constitucional de 1994, las cláusulas de esos acuerdos internacionales tienen, en la Argentina, rango constitucional.

Cuando se reclama que la práctica del aborto sea despenalizada, no se toma en cuenta la gravedad del mensaje moral y cultural que la sociedad estaría emitiendo si adoptara esa decisión: la Nación estaría declarando institucionalmente que determinadas vidas humanas no merecen gozar de la debida protección jurídica.

Y estaríamos reconociendo, como sociedad, que frente a la destrucción violenta de una persona genéticamente conformada, la estructura del Estado nacional no tiene ningún reproche que formular, ninguna objeción que oponer. Adoptar una decisión legislativa de ese tipo significaría asestarle un golpe tal vez mortal al sistema de valores que la Nación ha defendido tradicionalmente desde las trincheras del orden jurídico y del derecho positivo.

Nadie está negando la necesidad de que las estrategias sociales tendientes a velar por la seguridad pública y por la salud de las mujeres argentinas responda cada vez más a criterios modernos, realistas y efectivos. Pero no es posible renunciar con ligereza a una concepción jurídica que apunta a la protección del más fundamental de los derechos humanos: el que garantiza y protege la vida.




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